domingo, 12 de junio de 2016

PABLO, EL APOSTOL....

El caso de conversión al

 cristianismo más famoso de la


 historia







Unos de los personajes mas interesante en la

 Biblia,despues de Cristo y David..




Pablo, llamado Saulo en el uso y rigor judío, 

afirmaba con vehemencia que 

el Evangelio que predicaba no lo había

 aprendido o recibido de los hombres.


Perteneció a la casta de los fariseos. Había 

nacido en Tarso, ciudad que pertenecía al 


mundo grecorromano; quien nacía allí tenía la 

categoría de ciudadano romano y lo era tanto

 como el centurión, el procurador, el tribuno o 

magistrado. Necesariamente, por ser judío no le

 cupo más suerte en la niñez que andar

 disimulando su condición entre los demás del 

pueblo, ocultando su creencia, tenida como 

superstición por los paganos romanos. Es 

posible que esto le fuera encendiendo por

 dentro y le afirmara aún más en su fe, cuando 

iba creciendo en edad y tenía que defenderse 

marchando contra corriente.



Era más bien bajo, de espaldas anchas y 

cojeaba algo. Fuerte y macizo como un tronco. 

Un rictus tenía que le hacía fanático. Conocía

 los manuscritos viejos escritos con signos que

 a los griegos y a los romanos les parecían

 garabatos ininteligibles, pero que encerraban

 toda la sabiduría y la razón de ser de un pueblo. 




Listo como un sabio en las escuelas griegas de

 Tarso, familiarizado con los poetas y filósofos

 que habían pasado el tiempo escribiendo en 

tablillas o pensando. Para los griegos solo era 

un hebreo, miembro de aquellas familias que

 vivían en un islote social, aislado entre misterios

 inaccesibles a los de otra raza, uno de los que

 tenían prohibido el acceso a las clases cultas y 

dirigentes; era de esos que se hacían 

despreciables por su puritanismo, por sus 

rarezas ante los alimentos, su modo de 

divertirse, de casarse, de entender la vida, de no 

asistir a los templos ¡un ambiente nada claro!



A los dieciocho años se fue a Jerusalén para 

aprender cosas del judío verdadero, las de la 

Ley patria, la razón de las costumbres; ansiaba 

profundizar en la historia del pueblo y en su

 culto. Gamaliel lo informó bien por unos cuartos.



 Aprendió las cosas yendo a la raíz, no como las 

decía la gente poco culta del pueblo sencillo y 

llano. Supo más y mejor del poder del Dios 

único; aprendió a darle honra y alabanza en el 

mayor de los respetos y malamente soportaba 

con su pueblo el presente dominio del imponente 

invasor. Esto le ponía furioso. Los profetas 

daban pistas para un resurgimiento y los salmos 

cantaban la victoria de Dios sobre otros pueblos 

y culturas muy importantes que en otro tiempo 

subyugaron a los judíos y ya desaparecieron a 

pesar de su altivez; igual pasaría con los 

dominadores actuales. El Libertador no podría 

tardar. Mientras tanto, era preciso mantener la 

idiosincrasia del pueblo a cualquier costa y no

 ser como los herodianos, para que la esperanza

 hiciera posible su supervivencia como nación.

 No se podía dejar que un ápice lo apartara de la

 fidelidad a las costumbres patrias. Eso le hizo

 celoso.



Y mira por donde, aquella herejía estaba

 estropeando todo lo que necesitaba el pueblo. 

Locos estaban adorando a un hombre y 

crucificado. No se podía permitir que entre los

 suyos se ampliara el círculo de los disidentes. 

Había que hacer algo. No pasaban, sino que las 

noticias decían que estaban por todas partes

 como si se diera una metástasis generalizada

 de un cáncer nacional. Hacía años que ya

 estuvo, 







colaborando como pudo, en la lapidación de uno 

de aquellos visionarios listos, serviciales, 

piadosos y caritativos pero que hacían mucho

 daño al alto estamento oficial judío; fue cuando 

lo apedrearon por blasfemo a las afueras de

 Jerusalén, y lastimosamente él sólo pudo

 guardar los mantos de los que lo lapidaron. 

Hasta le parecía recordar aún su nombre:

 Esteban.



Su conversión fue en un día insospechado.

 Nada propiciaba aquel cambio. Precisamente 

llevaba cartas de recomendación de los judíos

 de Jerusalén para los de Damasco; quería

 poner entre rejas a los cristianos que

 encontrara. Hasta allí se extendía la autoridad de

 los sumos sacerdotes y principales fariseos; 

como eran costumbres de religión, los romanos 

las reconocían sin hacerles ascos. Saulo guiaba 

una comitiva no guerrera pero sí muy activa, 

casi furiosa, impaciente por cumplir bien una

 misión que suponían agradable a Dios y  






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